El dolor es cosa mía.
Nunca he sabido ordenar un poema en tu voz. Se afilaba en exceso, bullía caótico y, tembloroso, se derramaba. Hasta se hacía corrosivo cuando se mezclaba con el tacto de tu saliva. Debiste declinar la oferta. Debiste callar para siempre y cortarme las manos. Impedirme que escribiera una sola palabra más o que me enamorase de ti, porque lo que se escondía dentro de tu garganta era más viable para la vida que no escuchar nada. Admitámoslo, siempre tuvimos reparos. Tu epidermis se contagiaba de sonido y camuflabas la adrenalina disparando sonrisas en sentido unidireccional a mi cara. Una vez pude esquivar el golpe. Pero tú te caracterizabas por ser reincidente. Te gustaba querer todos los días, y obligarme a quererte cada vez que nos veíamos y, sobretodo, cuando tú no estabas presente. Te encantaba herirme a cada latido del reloj donde nos cuadraba una caricia. ¿Lo veías justo? ¿Era acaso eso lógico? Tenías que desarbolarme la cabeza accionando tus dedos como si fueran una aspir