Entradas

Mostrando entradas de octubre, 2013

El dolor es cosa mía.

Nunca he sabido ordenar un poema en tu voz. Se afilaba en exceso, bullía caótico y, tembloroso, se derramaba. Hasta se hacía corrosivo cuando se mezclaba con el tacto de tu saliva.  Debiste declinar la oferta. Debiste callar para siempre y cortarme las manos. Impedirme que escribiera una sola palabra más o que me enamorase de ti, porque lo que se escondía dentro de tu garganta era más viable para la vida que no escuchar nada. Admitámoslo, siempre tuvimos reparos. Tu epidermis se contagiaba de sonido y camuflabas la adrenalina disparando sonrisas en sentido unidireccional a mi cara. Una vez pude esquivar el golpe. Pero tú te caracterizabas por ser reincidente. Te gustaba querer todos los días, y obligarme a quererte cada vez que nos veíamos y, sobretodo, cuando tú no estabas presente. Te encantaba herirme a cada latido del reloj donde nos cuadraba una caricia. ¿Lo veías justo? ¿Era acaso eso lógico? Tenías que desarbolarme la cabeza accionando tus dedos como si fueran una aspir

Justicia Poética.

Me he comido un semáforo porque me prohibía llegar a ti. Todo era de dolor sangre, y me resisto a vivir una vida lenta y colorante. He trepado por la estela de tus hombros  y he anclado en la proa de tu cuello  centímetros de saliva y diente. He sido corrosivo  al marcar el camino de vuelta  con el cerco de mis labios. He incendiado con mi exhalación  cada olor perfumado de tu barbilla. Y por fin, cuando me atrapo  en la fría y fina comisura de tu boca,  la áspera y cercenada  y también magullada  curvatura de tus labios,  no he sabido besarte  porque nunca antes besar  había importado tanto. He roto a llorar  y te he chillado  con la boca bien abierta  que me dieras una explicación,  una razón a este terreno vedado repleto de lágrimas en los ojos. Yo, que no tengo los ojos  sino para sonreír cuando te ven. Yo, que no he roto una lágrima en tu cara  en lo que va de infierno, No entiendo cómo sucedes  en la cueva de mis lagrimales. No había llorado nunca,  y será por ello  que empiezo a

La tristeza y la Libélula.

Dime tú, Libélula,  ¿dónde queda el cielo? ¿En qué ambiguo reflejo se suministra la luz de la noche? Dime tú, Libélula, ¿cuánto tiempo nos queda hasta que el viento irrumpa criminal en nuestro futuro? La Luna yace muerta y las olas se recrean en tus ojos, los óvalos de la paciencia, los dos extremos de la distancia donde mis pupilas se quiebran. Siento el río habitarme como una segunda piel que se hilvana épica sobre otra antigua y triste. Siento, además, la nostalgia de quien se duerme y no sabe cerrar los ojos porque tú, Libélula, has sembrado de estrellas cada segundo amortiguado de mi inconstante noche. La noche se termina. La noche se termina. Dime tú, Libélula, ¿dónde iluminas?

Gracias por su visita.

Imagen
Entro fuerte en contacto con muchas vidas. Se cruzan conmigo por puro azar. Casi se rompe el destino con cada nueva persona que colisiona en mí. Y siempre a través de las manos. Las manos, las manos. Sólo las manos. Las manos solas. Todo ocurre como un deseo irrefrenable e imparable de contactar la brisa de sus pieles con la textura de mi cuerpo. La cuadratura de sus caricias se enmarca en mi rostro con un triste y árido sabor a acero. El inicio y el desenlace entre ellas y yo discurre como una ola de papel sin palabras. Vienen, me destrozan el corazón, se llevan lo mejor de mí por etapas, me roban repetidamente por hábito y sin condición, y yo tengo que darles las gracias por su visita. A mí me duele ser un servilletero.

¿Por qué quiero escribir?

¿Por qué quiero escribir? Estas últimas semanas he estado viendo cómo muchos de vosotros habláis de que en breve publicaréis vuestros libros. Me alegro muchísimo por vosotros. De corazón. Os presento toda mi obra: Once poemarios, diez relatos cortos, una obra de teatro, una novela y un cortometraje. Yo no tengo miles de seguidores en Twitter. Tampoco tengo lectores en mi blog como para creer que se dirige hacia alguna parte. No sé lo que son los halagos fáciles porque apenas consigo juntar unos pocos de vez en cuando. Ni siquiera funciono bien en términos de marketing. Admito que siempre he tenido la pretensión de publicar, como muchos otros. Y en parte movido por la vanidad, en parte por el ego. Pero a lo que verdaderamente aspiro es a que lo que escribo, mis obras, ese conjunto de palabras más o menos ordenadas, sean más grandes que yo mismo. Y para ello, escribo en proyección. Sé que la cantidad no hace la calidad. Pero cada error es un acierto según el prisma con el que se