El dolor es cosa mía.

Nunca he sabido ordenar un poema en tu voz. Se afilaba en exceso, bullía caótico y, tembloroso, se derramaba. Hasta se hacía corrosivo cuando se mezclaba con el tacto de tu saliva. 

Debiste declinar la oferta. Debiste callar para siempre y cortarme las manos. Impedirme que escribiera una sola palabra más o que me enamorase de ti, porque lo que se escondía dentro de tu garganta era más viable para la vida que no escuchar nada.

Admitámoslo, siempre tuvimos reparos. Tu epidermis se contagiaba de sonido y camuflabas la adrenalina disparando sonrisas en sentido unidireccional a mi cara. Una vez pude esquivar el golpe. Pero tú te caracterizabas por ser reincidente. Te gustaba querer todos los días, y obligarme a quererte cada vez que nos veíamos y, sobretodo, cuando tú no estabas presente. Te encantaba herirme a cada latido del reloj donde nos cuadraba una caricia. ¿Lo veías justo? ¿Era acaso eso lógico? Tenías que desarbolarme la cabeza accionando tus dedos como si fueran una aspiradora subyugando cada propósito futuro que yo almacenaba para alejarme de ti. Tu rencor nos acabaría enamorando. Como lo hacían tus besos en otros codos y tu lengua payasa y tristona burlando las puertas de mi cuerpo, entrando como una estampida furiosa y colérica de rinocerontes por el salón de mi boca.

Yo sólo sabía que el café se había olvidado de mirarme desde que tú clavaste como cimitarras tus pupilas arcillosas en mis ojos de barro.

Yo sólo entendía que el amor era una burda perífrasis verbal con un sólo verbo: hacer. Y si no era contigo, prefería la extinción de la sangre y la aniquilación de la carne en toda la especie humana. Tú, víbora asquerosa de bragas de azafrán, me dijiste un simple y liviano "hola" y metiste la melodía nostálgica y química de tu voz en la sartén hirviendo de mis oídos.

Ahora explícame, lagartija helada, tú que vuelves más fría que los cipreses en enero, ¿por qué si me saludas suenas a despedida? Deja de enamorarme, o tendré que acabar conmigo.

Termina de consolarme para que así no tenga excusa por la que darle nombre a las lágrimas que se precipitan inconexas desde las órbitas de mis ojos. Acaba con mi alegría, que no quede nada, como en los viejos tiempos, los tiempos de labios tirando a infinito, de risa fingida y botella hueca. Húndeme en la más férrea pena visible y carboniza todos nuestros recuerdos, sin excepción.

Y que no te duela vernos. El dolor es cosa mía.

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