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Mostrando entradas de febrero, 2014

El único superviviente.

Soy el único superviviente de tu mirada, y he venido aquí para poder contarlo. Por favor, no juzgues esta sonrisa que se dibuja en mi cara. Vengo de ver caer al Sol derrotado y feliz bajo el raso de tu falda. Sí, así es, así soy. Soy un esclavo. Siempre lo fui. Del sexo, de mi mano, de mi imaginación, de tu ausencia remota, de la digna sumisión. Siempre te he querido, sobre todo cuando no te conocía. Y te lo advierto: yo supe acariciarte impasible el imposible orden de las hebras de tu pelo, y distinguí cada cabello sin siquiera hacer ruido. No creas que no me conozco a través de ti. Porque, a no decir mentira, sólo me concibo desde el rubor de tu pecho, de tu ombligo, tu pira. Puede que ocurra, puede que mi voz se solape a tu piel. Puedes saber a miel. Puede ser amor. Parezco pletórico al recordarte, pero no lo parezco. Distingo de la vida en que yo confío con los ojos abiertos y ciegamente en tu regreso. Por si acoso, he bajado a l

(Construyendo un beso).

Desde entonces, no tengo capacidad mental para disimular lo que siento por la vida. Entonces, por supuesto, eran tu cuerpo y tu voz. Recuerdo que viniste dispuesta a romperme el corazón. Quién nos iba a decir que con tu despedida era el tuyo el que se rompería. No pude recoger ni los añicos. Saliste volando y deshiciste tu presencia como la pluma de una paloma ahorcada con el viento. Tú nunca fuiste feliz en toda mi vida. Tampoco en la tuya supiste serlo. Yo no sabía perderme, si no era en tu contorno. Tampoco podía encontrarme, si no era en tu entorno. Miré tu cuello desproporcionado. Siempre pensé que cabía más deseo que centímetros de voz. En tu cuello atorado mi boca hacía recorrido. El asfalto de mi garganta era una lengua hirviendo por las terminaciones nerviosas de tu piel. Tú reclamabas la huida y yo proclamaba idolatría. Incluso en la despedida guardabas restos erosionados de la erótica de tu voz. Mi labio se hacía rabia a cada be

¿Quién es el dueño de la despedida: el buzón o la carta?

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La posibilidad de sentirnos miserables es superior al deseo de sobrevivirnos. Porque, aunque parezca verdad, en lo más hondo y dolorido de tu corazón, eres consciente del éxtasis virulento de esta mentira.  Me mentiste. Dijiste que me querías. Dijiste que yo era especial. Y yo te creí. Me creí fascinante, válido, cualificado, capacitado sobremanera a rellenar los huecos heridos de tu presente. Me hiciste pensar que mi carne y mis huesos estaban construidos genéticamente de una materia que era invisible a los ojos y cuya textura no cabía en tu pecho. Por un momento de varios años de duración, invocaste el deseo de vivir en las carcomidas líneas de mis cejas y me hiciste alzar los ojos allá donde el cielo no tiene sentido. Pude creerme sueño, quimera o parte de tu subterfugio. Pude sonreír porque tenía el privilegio de hacerlo en la dirección correcta: hacia ti. Y pensé, no sin antes enormes dosis de confusión, que tú y yo juntos éramos mucho más que dos personas. Éramos dos cri