¿Quién es el dueño de la despedida: el buzón o la carta?

La posibilidad de sentirnos miserables es superior al deseo de sobrevivirnos. Porque, aunque parezca verdad, en lo más hondo y dolorido de tu corazón, eres consciente del éxtasis virulento de esta mentira. 

Me mentiste. Dijiste que me querías. Dijiste que yo era especial. Y yo te creí. Me creí fascinante, válido, cualificado, capacitado sobremanera a rellenar los huecos heridos de tu presente. Me hiciste pensar que mi carne y mis huesos estaban construidos genéticamente de una materia que era invisible a los ojos y cuya textura no cabía en tu pecho. Por un momento de varios años de duración, invocaste el deseo de vivir en las carcomidas líneas de mis cejas y me hiciste alzar los ojos allá donde el cielo no tiene sentido. Pude creerme sueño, quimera o parte de tu subterfugio. Pude sonreír porque tenía el privilegio de hacerlo en la dirección correcta: hacia ti. Y pensé, no sin antes enormes dosis de confusión, que tú y yo juntos éramos mucho más que dos personas.

Éramos dos criaturas cuyo conjunto formaba una sincronía etérea de sencilla belleza. Porque costaba adiós y ayuda despedirnos. Lo que teníamos el uno en frente del otro era la mismísima piel de un espejo infinito.

Por eso estoy aquí, dejando esta carta de despedida en el buzón de tu casa, para no darte la oportunidad de rebatir mi vacío, ni mucho menos arrastrarme de este árbol que es la vida cuya copa es un precipicio y donde más completo y desgastado me he sentido.

Cuando leas esta carta, aprieta los dientes: no te permitas gritar, no dejes que tu voz sane, ni limpies la sed perniciosa de tu corazón. Jamás llenes de luz tu interior.

No olvides que lo que más me gustaba de ti era tu oscuro y tétrico fondo de armario.

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