El Reino del Aire.



No entiendo tu idioma,
pero me gusta mucho
cómo mueves los labios
al conjugar una sonrisa,
el gesto decidido de tu boca
al despegar tu vergüenza,
o ese sonido tibio y deshilachado
que roza el pico más alto
de un decibelio
o de mi montaña rusa.

El espacio todo lo cura,
pero a mí me falta tiempo
para decorarte de cicatrices
y trompas de elefante
cada uno de los rincones
asilvestrados y feroces
del zoológico de tus piernas.

He visto con mi propia cintura
de lo que son capaces tus rodillas,
así que no me digas nunca
que no puedes desear,
mi querida fugitiva de ciempiés,
porque la materia que te teje,
el cemento búfalo que te construye,
la selva de cabellos libertarios
que vuela por tu tejado,
todo lo que te conforma,
y la forma en sí de tu cuerpo,
me indican irrevocablemente
que eres una zorra sin amante,
una sirena con patas,
unas alas sin pájaro,
una estrella de mar bicéfala,
el corazón de un escarabajo.

Perdona mi lenguaje.
He visto muchos documentales
como para no interpretar
el sonido de tu boca
al suplicarme en otro idioma
que no me deje ni una coma
entre tu cuerpo indomable
y el cabezal de mi cama.

Puede que hayamos echado algún polvo,
es cierto,
y que haya sido fabuloso,
lo admito,
pero te lo vuelvo a repetir:
he visto muchos documentales
de apareamiento entre aves
como para ver algo sucio
en hacer hogar y refugio
en el reino del aire.

Así que, por última vez:
no me digas nunca jamás
que no puedes desear.

Y deséame, suerte,
porque estoy a punto de conocerte.

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