Carta de Despedida a un Amigo.

Querido Juan.

Han pasado dos días, quince horas y veinticinco minutos desde que te fuiste, y hoy, ahora, por fin, tengo valor para escribirte. Porque entre tú y yo siempre existió la palabra. El verbo, la pausa, el predicado más que pensado, la palabra recapacitada, las cartas kilométricas que nos enviábamos y de las que siempre esperábamos respuesta. 

Hoy, ahora, por fin, tengo valor para escribirte la última carta. La que te debía.

Hace diez años que nos conocemos, y hace cinco años que nos hicimos uña y carne. "El punto y la i", "el alto y el bajo", "Quijote y Sancho Panza". Cuántas formas tenía la gente de definirnos. Para mí, éramos "el amigo y el amigo".  Tan rematadamente distintos, y tan desesperadamente necesitados el uno del otro. Lo fascinante era canalizarnos. Comprender la magnitud de lo que el otro sentía y hacerlo propio. 

Tendrás que disculparme, pero estoy seguro de que, de todas las cosas que pueda enumerar que recuerdo como vitales entre nosotros, muchas guardaré para mí. Casi todas. Cosas como cuando cocinabas y lamías la pala de madera mientras salteabas el arroz con verduras, y yo me cabreaba porque eso era una guarrada, y tú me respondías: "Mi casa, mis normas". "Maldito cabrón", te espetaba. Y reíamos, porque entendíamos que ese momento era nuestro. Nos pertenecía.

Eras un hombre increíble, un ser humano excepcional. Tan extraordinariamente inteligente como obcecado emocional. Tenías una barbaridad de virtudes, y bien sé que una cantidad de defectos bastante tangible. Pero yo te aceptaba tanto en lo bueno, como en lo malo. El pack "Juanito" era una compra obligada.

Eres insustituible.

Lo más maravilloso de ti era que tú, pese a todo, siempre supiste cuál era el truco en la vida, y mi suerte fue que me lo enseñaras. Tú supiste amar a los demás más que a ti mismo. Toda la paciencia que tenías con el ser humano la rechazabas para ti. Y me diste muchas lecciones. Ambos lo sabemos. Son y serán siempre tuyas y mías. Son y serán siempre nuestras. Porque por encima de todo, tú amabas la vida. La vida y la libertad, que al fin y al cabo, son la misma cosa. Y tú me enseñaste bien la diferencia entre perder el tiempo y gastarlo. Gracias a ti, comprendo el matiz, la sutileza.

A ti no te gustaba la perfección. Tú ansiabas la precisión. En tu cuerpo no corrían venas y arterias: estabas hecho de tuercas y tornillos. Un ensamblaje más complejo, más tuyo, más exacto.


Llevo dos días, quince horas y veinticinco minutos con las últimas palabras que te dije martillándome la cabeza. No me duele pensar en ellas, no es dolor a la certeza de que nunca serían las acertadas, y que además, ésas últimas palabras fueron, quizás, las que mejor nos definieron. La rabia llega porque nunca podré asumir que tú no me has podido decir tus últimas palabras.

Ahora estoy vacío. El propio sentimiento de vacío cobra una dimensión abrumadora. Es como caer siempre y ver llegar el suelo pero nunca, nunca, caer del todo. Jamás podré rellenar el hueco que tú has dejado, porque esto no es rellenable: es un cráter en todo el pecho, un tatuaje con tu firma, una cicatriz irreparable.

Te he querido toda tu vida, te voy a echar de menos toda la mía. Ahora tengo el privilegio de llorarte.

Descansa en paz, Amigo. Siempre quisiste volar y alcanzar el cielo. No supiste entender que el Cielo estaba en tu mirada.

La Muerte no elige la edad, solo a su víctima. El Infinito es un lugar muy pobre para el hueco que tú has dejado.

Nos vemos al otro lado de la vida. Mientras tanto, mantendré un doble latido. Ahora tú estás en mí.

Tu Cielo. Tus normas.

Comentarios

Entradas populares de este blog

¿Por qué besamos tanto los obsesivos compulsivos?

¿Un libro basta para definirte?

La última vez que sentí algo por primera vez.