La historia del Pozo.

Y ésa fue la última vez que la vi por primera vez.

Pero, antes incluso de eso, os pondré en antecedentes. Todos sabemos para qué sirve un pozo: tiras un cubo atado a una cuerda, recoges agua y con una polea lo subes de vuelta. A veces, debido a la estación del año, de una más que posible temporada de sequía, o simplemente porque no se ha cuidado, el pozo está sediento. A veces, uno también está sediento. Y a veces, también, es necesario caer al pozo para encontrar la cuerda. Estas tres situaciones son las que explican toda la historia de mi vida y, por consiguiente, de la mujer que la habitó.

Os hablaré de ella, o moriré en el intento de que algunos la conozcáis. Posiblemente muchos os preguntaréis por qué hago esto. La mejor respuesta a por qué lo hago es, sencillamente, porque lo necesito. Uno, siempre que puede, aprovecha para volver al pasado (algunos, incluso, se quedan allí por más tiempo).

Ocurrió hace catorce años. Era verano, el mes se llamaba Julio. Hacía un calor dictatorial. Viajaba por la costa de Levante, con la exhuberante idea de buscar refugio en el océano. Sólo mis pies sabían la temperatura de la arena. Recuerdo que necesitaba ser inquisitivo en mis pasos, o de lo contrario me derretiría como un cubito de hielo en la garganta de un soprano.

Lo curioso de todo era que ni siquiera rozaban las nueve de la mañana, y el abrigo del sol se abrochaba  a modo de cremallera en mi epidermis.

Definitivamente, necesitaba refrescarme. Corrí como un loco a la orilla del mar, y cuando por fin se deshacían mis pies sobre la humedad de la arena, me topé con mi destino.

Tenía forma de viento, ágil y esquiva como un adjetivo que uno teme pronunciar. Se mezclaba con la agonía de las olas del mar y arrancaba un impulso de aroma a vida que llegó a colapsar mis narices. Su figura era un amasijo de curvas y carne. Su piel, un entramado de lunares brillantes. El negro azabache de su pelo cortaba la brisa y perpetraba el silencio. Sólo sus cabellos bailaban con el viento, como si invocaran el movimiento recurrente de las olas y las avisara de su retorno. Era tan bella su imagen, tan real y tan viva. 

Estaba ocurriendo mi futuro delante mío y yo sólo era capaz de sonreír. Yo, que venía a la playa a morir de calor, que buscaba con ahínco y esmero un punto álgido de una ola para que me llevara lejos a ninguna parte. Yo, un hombre cuya ambición se excusaba frecuentemente para dejarse varar en mitad de la arena. Había sido tocado por la fortuna de visionar a la mujer más ágil, frenética y esquiva. La más bella y deliciosa. 

Comprendí inmediatamente los sintagmas del destino, caprichoso como nadie y testarudo como ninguno. Tenía que bajar a esa playa a apaciguar la abrasión de mi piel para recordar por qué el Mundo tiene tanta belleza.

La vi pasar delante de mis ojos para ponerse delante de una ola y detenerla. Ese fue el acto de amor más poderoso con el que me he topado.

Y ésa fue la última vez que la vi por primera vez.

Obviamente, el pozo era Ella.

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