Fiebre del Sábado Noche.

A veces me olvido de que te he conocido, me olvido de tus orejas y la sonrisa que las une, y de cada una de las pestañas que se solapan como un atardecer en el horizonte de tus ojos. Luego salgo a comprar el pan, hago la comida y limpio la cocina, como todos los días de mi vida. Escribo por las noches y duermo por el día. Me enfrento a la semana y la rompo con un sábado y un domingo. En ocasiones se me va de la cabeza que tú existes por las calles, que las atraviesas con tus piernas y te conjugas en las cafeterías donde lo dulce es más dulce porque tú lo haces posible. Salgo a correr y le dibujo un círculo a la ciudad, a veces un óvalo, otras veces una Tierra achatada en sus polos. Todo depende de lo cerca que esté de acordarme de ti, de respirar el perfume que abriga tu cuello y de romper los muros de vergüenza que yo mismo levanto cuando tú te acercas sin saberlo.

Me pierdo por la noche en mitad de cualquier bar (mentira, habré ido a todos los bares donde tus huellas hayan dejado piel) y me bebo la barra entera de ganas de encontrarte. Entonces tú apareces por la puerta y enciendes música a cada paso que das. Yo apenas muevo mi vida, atrapada entre cerveza y cerveza. Te acercas a mí como una jaula se acerca a un pájaro y me estalla el corazón al tiempo que se recompone para decirte "hola". Saludarnos es el fallo de miocardio que estaba buscando.

Todo esto es muy injusto, porque nunca pretendí olvidarme de ti, tan sólo me engañaba a mí mismo para no decirte claramente que pensar en ti es la mejor parte del día.

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