La noche, la farola y el reloj.

 

La noche se yergue negra y acartonada por las esquinas de la calle. Cada farola sugiere el color excéntrico de una manzana verde en la mitad que va de un año a otro. Miro los semáforos parpadear con la insistencia virulenta y sistemática de la vida. También miro mi reloj, apenas mojado por la imperceptible y fina lluvia que se solapa a mi cuerpo con el trasiego del tiempo. Nunca antes la lluvia me había hecho sonreír tanto, y creo que la mejor respuesta a por qué ésta lo hace conmigo, está en que yo lo necesitaba. 






En medio de la noche, entre dos farolas de una calle cualquiera, viendo mi semáforo pestañear de igual forma que lo hace mi reloj, y dejando pasar el tiempo y la vida, que para el caso son lo mismo, empiezo a conocerme. Creo que me estoy conociendo, lo que no implica que esté cambiando. Me encuentro en un estado de quietud corpóreo y anímico tremendo y, sin embargo, no dejo de sentir que mi cabeza es un torbellino cuya raíz comienza en mi estómago y vuela como un relámpago a mi cerebro. Estoy hambriento, pero no tengo hambre por ninguna comida en especial. Estoy hambriento por salir vivo en el intento de excavar en la corteza frontal de mis recuerdos y aliviar un dolor que me subyace y que todavía no tiene nombre ni falda ni tacón.

No puedo esperar a que se me cruce el destino a mitad de la noche; me tengo que cruzar yo antes. Tengo que construir mi momento.

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