Anafilaxis



Me encontraba clavado en la silla. Y sentía el Mundo desparramarse por mis manos como las lágrimas de un río que nace y muere al mismo tiempo. Esas lágrimas que caían como gotas de almendra, estaban cada una de ellas construidas con vocales y consonantes. Chocaban unas con otras y formaban palabras. Se derruían como el cemento avocado con estrépito contra el suelo, y el sonido que dejaban tras su paso corría como un eco centelleante y corpóreo de vida hacia mis oídos. 

Dicen que una palabra no existe si nadie la pronuncia. Tampoco tiene valor si en su movimiento ciclotímico nadie la escucha. Siquiera pensarla sirviera de algo. Toda palabra está cargada de propósito, y mal que nos pese, debemos aceptar su destino. 

No somos más que los carteros de la comunicación. Asumamos la realidad como una consecuencia ineludible de la vida misma. Y vivamos en consonancia con ello.

Porque estar triste es un imperativo categórico que se sucede en el calendario repetidas veces, en repetidas fechas, en repetidos lugares de los días. Y quedarme atrapado como un ancla en mitad de un arrecife, sin dejar zarpar al barco de mi cuerpo por la inmensidad del océano, es un atributo de mi naturaleza; es casualidad y causalidad de mi salud: la dualidad de una enfermedad que es recordar y padecer dolor por ello.

Entonces muevo las manos hacia la mesa, y dejo llover almendras con sonido por mi habitación. Agarro vulnerable los retazos de un papel llamado fotografía donde tú apareces dibujada, y en cada curva de tu retrato adivino una cicatriz en mi pecho. Se me entrecorta la respiración, y con cada pausa de tiempo donde no cojo aire, advierto la delicadeza emocional de mi Mundo.

Estoy sufriendo un shock anafiláctico llamado Amor. Un duelo perpetuo que se origina en una fotografía que todavía huele a ti, que aun conserva tu tacto a través del óvalo de tus huellas, y que se clava como una rosa con espinas por la enramada de mi memoria.

Necesito ir al Hospital. Tengo que salvar mi vida. Entraré por la sección de Urgencias, porque pensar en ti y recordarte es una urgencia en mi vida tan grande como una sala de espera. Y cuando llegue al Hospital (que llegaré), y vean mi estado anímico (que lo verán), mi hábito comportamental emocional, entenderán que no tengo cura, pues el diagnóstico es claro, y la solución horrorosa.

Recordarte se convierte en mi tratamiento de choque, pues tú eres todos y cada uno de los síntomas de mi shock, y también la adrenalina que me devuelve el aliento.

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